Era jueves y llegué al aeropuerto de Izmir dos horas antes de mi vuelo. Me tomé un te turco con baklava mientras esperaba a embarcar mi vuelo a Estambul. Delicia.
El cielo estaba casi negro y se notaba un viento frío. Pero nada que me alertase de manera especial. Esa mañana al despertar abrí la puerta de mi balcón que daba al mar egeo. Olía a sal, las nubes formaban bultos que parecían cargados de carbón y el horizonte estaba denso.
Despegamos con normalidad. Pasados 30 minutos empecé a notar turbulencias que no cedían y por momentos aumentaban con los estruendos de una tormenta que parecía perseguir nuestro avión. De repente empezamos a inclinarnos de un lado al otro con contundencia. Mientras flotábamos a la merced del viento. recordaba los cientos de aviones de papel que le hice a mi hija cuando era pequeña. Encendí mi pantalla para mirar el flight tracker. Vi con alivio que quedaban :20 minutos restantes de vuelo.
El avión se continuaba meneando. El resto de pasajeros se notaban intranquilos. Cuando quedaban sólo 4 minutos para aterrizar mi silla empezó a vibrar y a sacudir con una intensidad preocupante. Miré la pantalla y ponía que quedaban :25 minutos de vuelo. Después de un largo rato volví a mirar y otra vez quedaban menos de 5 minutos para aterrizar. Pero nuevamente volví a ver que restaban más de 20.
La ruta en la pantalla no tenía sentido. Parece que entrabamos en bucle. El piloto no decía nada. El avión continuaba zarandeándonos sin piedad. Miré a mi alrededor y había un silencio aterrador. Muchas personas tenían los ojos cerrados. El piloto por fin estableció comunicación y nos dijo que había una tormenta y que no lograríamos aterrizar en ninguno de los dos aeropuertos de Estambul.
Al rato el piloto nos explicó que procederíamos a desviarnos a la ciudad de Bursa. Entre tanto, ya había empezado el coro de gente vomitando y se oía algún que otro sollozo entre la vibración del avión por un viento que luego descubrí en las noticas alcanzó los 130km/hora. Cerré los ojos y me agarré de la silla del frente. Oí un estruendo que me forzó a abrir los ojos. Noté que mis dedos estaban agarrotados de sostener la silla con tanta fuerza. Me ardían los ojos. Descubrí que había llorado tanto que se mezclaba mi crema de cara con las lagrimas y la combinación quemaba mis ojos.
Logré recordar las palabras de David Hawkins: "nuestras reacciones, también el miedo y el pánico, son una elección..." Entonces tuve un pensamiento que me situó para poder componerme y aceptar el resultado de esta experiencia con plenitud y gratitud: ¡mi hija ha cumplido su primer ciclo de 7 años de vida! He logrado criar a Alexandra Caro Nita hasta los 8 años. Que regalo más estupendo. Mi nena tiene una muy buena base para afrontar la vida. Está rodeada de gente que le quiere. Su padre le adora y si crece a su lado, Alexandra será la que cría al padre. Que experiencia más enriquecedora para ella. Que suerte de vida.
Me sentí liberada. Plena. Preparada para morir si era lo que tocaba. Afortunadamente aterrizamos en Bursa y las 3 horas que tuvimos que esperar dentro del avión con el olor a vomito mientras que los servicios de emergencia atendían a otros pasajeros que necesitaban cuidados médicos me supieron a gloria.
Mientras repostaban combustible el piloto nos explicó que volveríamos a despegar e "intentaríamos" otra vez el aterrizaje en Estambul. Claro, lo normal es que te avisen que aterrizarás en tu destino.. no que se hará un "intento" de aterrizar. Me entró la risa. Nos reímos varios.
De normal el vuelo de Izmir a Estambul tarda una hora. Llegamos a Estambul cinco horas después de despegar de Izmir y al bajar del avión me hice una nota mental de no dar por hecho algo tan importante como poder pisar tierra firme.
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